ahora estamos ante un cuadro clave en la evolución artística de
nuestro pintor, digamos una obra que viene a ser algo así como un punto
de inflexión en su posterior desarrollo. En efecto, el Greco se examinó
ante la Corte del País más poderoso del planeta y obtuvo un sonoro
fracaso. El Monarca , Felipe II, rechazó de plano la obra aunque quizá
no tanto al pintor. De cualquier forma nuestro hombre vió cerradas las
puertas de tan ansiado porvenir y volvió a Toledo, la ciudad que en
aquel momento le acogía y además con éxito manifiesto, al fín y al cabo
sus obras del retablo de Santo Domingo el Antiguo y, sobre todo, el Expolio, acababan de impresionar a muchos notables de la ciudad.
Imaginar
cuán diferentes habrían sido su vida y su obra si hubiese obtenido el
beneplácido del Rey : posiblemente estaríamos hablando de un
artista-funcionario a las órdenes de su señor, limitado en su libertad
artística sin duda, y rodeado, y puede que hasta contagiado, de pintores
traídos en su mayoría de Italia pero ciertamente mediocres comparados
con su genio y calidad. Y si no véase la obra que finalmente sustituyó a
la del Greco, de mano de Rómulo Cincinato,
y que podeis contemplar en el altar al que estaba destinada en el
Monasterio del Escorial. Es otra cosa, repleta de convencionalismos y de
posturas y ademanes de receta, herencia de lo que se llevaba en
aquellos momentos en la Italia posrenacentista. Pero sobre todo, nada
tiene que ver con la pintura que ya hacía el Greco en Toledo y que hoy
vemos como algo originalísimo y por supuesto bello y avanzado. Bueno,
simplemente comparar la representación de la Gloria en la parte
superior de ambos cuadros. No hace falta que añada más, ¿no es verdad?.
Pero
entonces nada era así, el artista podía ser personalísimo en su técnica
y estilo pero !ojo!, había ciertas reglas inmutables que nadie, ni el
más afamado de los pintores, se podía saltar por las buenas, y más si se
trataba de pintura religiosa.
Tan solo unos meses después de
haber entregado su Expolio al cabildo de Toledo, se le ordenó, por el
mismísimo Felipe II, que llevase a cabo una pintura para uno de los
altares de la Iglesia del Monasterio del Escorial la cual debía
representar el martirio de San Mauricio con toda su legión. Cuatro años
después, el 17 de Agosto de 1584, el Rey hacía entrega de la obra al
prior del Monasterio. Un tiempo excesivo para lo que era normal en el
Greco lo que viene a decirnos que se esmeró sobremanera en su ejecución;
quiso enseñarle al Monarca todo lo que era capáz de hacer y le salió la
cosa al revés para bién nuestro y de la Historia del Arte. Pero, ¿qué
fué lo que falló?.
Bién, hay que decir de entrada que ésta obra estaba entre las calificadas como "desmedidas" por
todos los detractores del Greco de antes y de hasta hace muy poco.
Pensemos que ha estado muy extendida la afirmación de verle como un
pintor de dos caras, la una ponderada y dentro del orden establecido y la otra descabellada,
y que la segunda se fué apoderando del pintor cada vez en mayor grado a
medida que avanzaba en edad. Para nosotros ahora esta tendencia
"anómala" es precisamente lo mejor y más maravilloso del estilo
pictórico del cretense e indudablemente lo que le define y diferencia
del resto de los pintores de su época.
Qué cosas no le gustarían sin duda alguna a Felipe II son fáciles de deducir, y aquí me he apoyado en la deliciosa obra de Manuel B. Cossio, el Greco,
que os aconsejo leais con detenimiento y tranquilidad. En el capítulo
dedicado a ésta pintura dice cuatro cosas acertadísimas sobre ésta
circunstancia de la no aceptación real:
"...como aceptar por
bueno el martirio de un santo, cuyo martirio era lo único que no
aparecía en el cuadro, y esto, allí, en el Escorial, donde pinturas de
Tibaldi, Zuccheri y del mismo Tiziano mostraban siempre a otro santo,
San Lorenzo, más o menos dolorido y exánime, pero invariablemente en el
centro de la composición y sobre idéntica enrojecida parrilla?".
Sin
embargo el Greco, y aquí está su genialidad, considera más importante
el hecho por parte de Mauricio de ser capaz de convencer a toda una
legión que acepte el martirio, que el suyo mismo, y así, ocupa el plano
principal y más destacado con el Santo dialogando tranquilamente con sus
generales con serenidad y valor infinitos. El resto ya se sabe y está
en segundo plano, algunos cuerpos ya decapitados y él apoyando uno a uno
a los que morirán en breve, sin que en ningún momento aparezca su
propio martirio como le hubiera gustado al Monarca. Esto en la España de
la Contrareforma era totalmente inadmisible, no decía nada a nadie,
ningún alma podía emocionarse ni sentir en su interior lo sublime de la
entrega de la vida por la defensa de la religión y de la idea de Dios.
En una palabra, le faltaba lo principal, la fuerza de la imagen.
Cossio se refiere luego a las otras tres causas probables del rechazo:
..."del
pronunciado acento de caracteres y actitudes, desnudo y ropaje : de la
frialdad del color y de la plenitud de la luz lunar al aire libre".
El propio Cossio define a los personajes que conversan tranquilamente como tipos "de aspecto familiar",
y en efecto lo serían para aquella época, pues sus caras y actitudes
están sacados, no de la heroica y gloriosa sucesión de modelos
renacentistas, verdaderos esterotipos en muchos casos, sino de la calle,
de las plazas toledanas, de los campesinos que venían cada semana al
mercado ó bién de caballeros, orfebres, artesanos, comerciantes, todos
ellos castellanos llenos de la herencia de una raza ya por entonces
bastante curtida en mil avatares y empresas. Esta asimilación del alma
castellana en los caracteres aparece en el Expolio ó en el grupo de
apóstoles de la Asunción de S. Domingo el Antiguo y volveremos a verla
en el inminente cuadro del Entierro del Señor de Orgaz. Pero la cosa se
salía de los cánones. Demasiado atrevido para una obra de un altar nada
menos que en el Escorial. Y qué pensaría Felipe de lo desmesurado de la
proporciones corpóreas, "desviación anómala" en la que insistía aquel pintor cada vez de forma más descarada. Aquí Cossío dice:
"....desmesurada longiud de San Mauricio y sus compañeros...."
y más adelante:
"....las
figuras alargadas no son una ni dos sino todas. No hay dos ni cuatro
piernas de atormentado desnudo, sino una larga serie de ellas que ocupan
todo el cuadro,y en las cuales es mayor todavía la rebuscada fidelidad
naturalista que el retorcimiento; son piernas sin disfraz, igual que las
caras, tan impropias de héroes y mártires clásicos......".
Y la luz y el color, son ya la gota que colmó el vaso: ..."intensa
y fría luz con que las figuras están iluminadas, y de la crudeza del
amarillo cromo y del azul ultramar, los dos colores dominantes del
cuadro...la frialdad y crudeza de la luz y del color no se limitan, como
antes, a ensayos parciales: inundan todo el cuadro....".
El
cuadro quedó relegado a un lugar secundario del Monasterio, la
Sacristía de Coro, pero actualmente podemos contemplar sus 448 x 301
cms., en toda su grandiosidad, en las Salas Capitulares, inundado de la luz que le habría faltado sin duda en su destino original. El Rey, generoso a pesar de todo, pagó por él al Greco una fuerte suma.
Bién sabido es que el Greco permaneció en el más absoluto de los
olvidos desde su muerte hasta bién entrado el siglo XIX. Es ya en éste cuando su figura empieza a recuperar su verdadero valor dentro del
arte español aunque de una forma un tanto indirecta, pués son algunos
literatos románticos franceses quienes a mediados del mismo le comienzan
a ver, no tanto bajo la condición de pintor extravagante y raro en la
que permanecía sumido, sino como un creador perfectamente romántico, un
verdadero genio producto del misticismo típicamente español, a quién
integran dentro de su admiración por ésta cualidad asociada al
pintoresquismo español , muy de moda en estos años entre el mundo
intelectual de su país. A partir de ahí su revalorización no decaerá y
tanto el Modernismo como la generación del 98 le confirmarán como uno de
los máximos exponentes del alma castellana. Así, dice Unamuno:
«Llegó [el Greco] de tal modo a consustanciar su espíritu con el del
paisaje y el paisanaje en medio de los que vivió, que llegó a darnos
mejor que ningún otro la expresión pictórica y gráfica del alma
castellana...».
Pio Baroja, el año 1900, dedicó a nuestro pintor 3 artículos publicados en el diario el Globo bajo los títulos:
Cuadros del Greco, I. Los retratos del Museo del Prado. Cuadros del
Greco, II. Asuntos religiosos del Museo de Prado. Cuadros del Greco.
Tierra castellana. En Santo Tomé. En el primero de ellos se encuentran estas palabras :
Se encuentran colocados estos retratos en la antesala que precede al gran salón del Museo. Son ocho, cinco de ellos están a la
izquierda de la puerta de entrada; a la derecha los otros tres.
Les designo por nombres que no tienen. Señalarles por su
número solamente, me parece frío y sin expresión. Un nombre, aunque no sea completamente justo, da siempre un siso
de personalidad a lo que indica........
Esto
es, todavía en 1900 la obra del Greco no era demasiado considerada como
lo prueba el hecho de no contar con un lugar propio y destacado en la
más importante pinacoteca española, ante lo cual se indigna Baroja,
especialmente cuando comprueba su total falta de identificación ni
comentario alguno. Pues bién, entre esos ocho retratos estaba nuestro
Caballero de la mano en el pecho, designación totalmente anónima y que
debemos precisamente a este escritor vasco.
De ellos traemos aquí cinco , que con éste harían seis, esto es, faltan dos de los ocho que ennumera Baroja. Se trata de:
- retrato de caballero 1600-1605
- retrato de caballero joven 1600-1605
- retrato de jeronimo de ceballos
- retrato de rodrigo vazquez 1587-1597
- retrato de Fray Hortensio Félix Paravicino 1609
La mayoría de ellos, sinó todos, proceden de la donación que la
viuda del duque del Arco hizo a Felipe V. En ese momento pasaron al
Patrimonio Real y posteriormente acabaron en el Prado de Madrid. Durante
muchos años, así pués, habían adornado los salones de la famosa Quinta qué éste noble, gentilhombre de cámara,
caballerizo, montero mayor de su majestad y alcalde del Pardo, poseía en
este pequeño pueblo cercano a Madrid. Durante los años 30 fué
residencia de Don Manuel Azaña, presidente de nuestra II República y
sirvió también de alojamiento a una de las divisiones, la V, del ejército
republicano durante la última Guerra Civil. Actualmente está
reconstruida y se puede visitar.
Centrándonos
en el retrato que nos trae, sin duda el más famoso del maestro
cretense, se trata de una obra que ha soportado por lo menos cuatro
restauraciones y más de un repinte. La apariencia actual, bellísima, es
el resultado final de la última de ellas llevada a cabo en 1996 por uno
de los mayores especialistas en el estudio y la rehabilitación de obras
del Greco: Rafael Alonso.
-todo lo que nos cuenta es muy interesante, pero, quiere decirnos de una vez quién es el caballero de la mano en el pecho
me
gustaría muchísimo decírselo pero, no se sabe de ningún modo, de su
identidad solo se han hecho conjeturas. Incluso sobre su actitud, con su
famoso hombro izquierdo un tanto caído, se han escrito un aluvión de
palabras, relacionando ésta con un posible nombre propio, pero nada de
ello está plenamente confirmado. Que el hombro caído es debido al ademán
de bajar el brazo para empuñar la espada en un gesto de fidelidad ó acatamiento, gesto refrendado por la elocuente mano derecha en el pecho, y que éste ademán estaría justificado si se tratara de don
Juan de Silva y Silveira, el
cuarto conde de Portalegre, acusado de traición durante la batalla de
Orán, o bién que la caida de marras es debida a un arcabuzazo recibido
por éste mismo personaje en la batalla de Alcazarquivir, ó bién que
podría tratarse del mismísimo manco de Lepanto, nuestro Crevantes en
persona..........O simplemente es un caballero cualquiera en el acto de
juramento como tal.
Pero
yo he traído el cuadro aquí más para que disfrutéis de él que para leer
lo poco que se suele saber de algunas de las obras del pintor cretense. Otra vez os
pido que lo amplieis al máximo en página aparte desde el botón derecho
del ratón y luego presionando +; y después fijaros casi exclusivamente
en su bello y sereno rostro: es de una nobleza que asusta, con uno de
sus ojos vivo y brillante y el otro más apagado. Para mí,
todo el cuadro está en las facciones del caballero. Otra vez vuelve el Greco
a demostar su genio desde estas primeras obras españolas, ahora como
extraordinario retratista.
Debemos insistir en la provisionalidad de la estancia del Greco en
Toledo durante estos primeros años en España, pues sus ojos seguían
puestos en la Corte a pesar de los importantes encargos en los que se
ocupaba en la ciudad imperial. Tal es así qué en los documentos
relacionados con éstos se hace verdadero hincapié en la obligación de
permanecer en la capital eclesiástica hasta la finalización de los
mismos. Lo cual fué muy de provecho para el artista que pudo irse
empapando del realismo y la humanidad que caracterizaba el arte español
de aquellos años y qué, en pocos años, según vemos, estaba transformando
su propio estilo. Entre las obras que con seguridad vió el Greco en
Toledo figuran las de un pintor y escultor de primera fila, Alonso Berruguete, autor de algunas de las magníficas sillerías el coro de la Catedral,
quién el año 1535 había sido llamado para llevar a cabo las del lado de
la epístola y posteriormente la silla episcopal, y que también realizó
bellísimas obras en alabastro en el remate superior del coro alto.
De todas ellas emana una gran intensidad emocional a través del gesto
y la distorsión de sus posturas por las que el cretense no dejaría de
sentirse impresionado.
De estos primeros años toledanos
se han datado algunas obras de carácter religioso, todas ellas en el
espíritu de exhaltación del fervor encaminado a un aumento de la fé en
los fieles, según las conclusiones derivadas del recién finalizado
Concilio de Trento. No había más medios para la impulsión de ésta que la
palabra, por boca de elocuentes predicadores de las diversas y nutridas
órdenes religiosas, y el arte en general, principalmente la pintura y
la escultura. En éste sentido nuestro pintor siempre va a estar
plenamente identificado con este gran empeño contrarreformista. Entre
ellas está el monumental San Sebastián de la sacristía de la Catedral de Palencia, la Magdalena penitente del Museo de Arte de Worcester y éste que vemos de San Lorenzo.
Fué una obra de encargo para un particular, el inquisidor Rodrigo de Castro, quién posteriormente la donó al Colegio de los Jesuitas de Monforte de Lemos,
donde actualmente la podemos contemplar, y que ha sido restaurada el
pasado siglo, en 1925. Un gran trabajo que se aprecia en su rico
colorido y brillantez y en el que destaca la magnífica ejecución del
brocado de la casulla del Santo, anticipo de otras dos maravillosas: la
del famoso Entierro del Señor de Orgaz y la que porta San Ildefonso de Oballe,
obras que veremos más adelante. Un cuadro de corte casi totalmente
veneciano pero repleto de espiritualidad acentuada en la mirada elevada
del jóvencísimo diácono mártir, quién porta los atributos de su martirio: la parrilla en la que fué torturado hasta la muerte.
Oriundo
al parecer de Huesca, Lorenzo fué archidiácono durante el siglo III con
el papa Sixto II, un siglo éste de persecuciones contra la Iglesia
cristiana bajo el emperador Valeriano, quién llegó a proclamar edictos
pidiendo la ejecución de todo aquel que hubiese renegado de los dioses
oficiales de Roma para alabar al nuevo único dios cristiano. El propio
Papa, como cabeza principal y visible de la nueva religión, fué de
inmediato apresado pero tuvo tiempo de encomendar al jóven Lorenzo
ciertos tesoros eclesiales, se dice que el Santo Grial, el cáliz de
Cristo de la Sagrada Cena, estaba entre ellos, quién los remitió a su
familia de Huesca. Apresado a su vez, se le dió un plazo de tres días
para entregar al Emperador los tesoros, al término de los cuales se
presentó ante éste y mostrándole un grupo de pobres que iban con él , le
dijo : -estos son mis tesoros-, lo cual tiene su fundamento al ser
Lorenzo el encargado de distribuir bienes y ayudas entre los pobres,
abundantes en la época. Ante su desfachatez y temeridad, pero también
valentía, fué entregado al tormento de la parrilla y quemado vivo con
lentitud hasta la muerte, que debió ocurrir próxima al 10 de Agosto del
año 258, día también de la victoria española en la batalla de San
Quintín en 1557 y que Felipe II conmemoró dejándonos un Monasterio del
Escorial con forma de parrilla invertida, cuatro torres como patas y una
cuadrícula bastante regular conformada por la sucesión de sus numerosos
patios.