A la pequeña localidad de Pont-Aven,
allá donde el río Aven desemboca en el mar, no lejos del Finisterre
bretón, se trasladó el pintor Paul Gauguin en el verano de 1886, cuando
contaba 38 años, en busca de escenarios rurales lejos del ambiente
fuertemente urbano, agobiante y excesivamente manoseado artísticamente
de la capital de Francia. Además de respirar el aire puro de la
inocencia y encontrar mejores condiciones para vivir que suavizarían sin
duda su penuria económica, se encontró con una nutrida colonia de
jóvenes estudiantes de arte, sinceros, rebeldes y espontáneos. En
definitiva, encontró una vida nueva y un espíritu renovado. Allí
acudiría sucesivamente y con Emile Bernard y Paul Serusier entre otros fundó la llamada Escuela de Pont-Avent, movimiento de carácter simbolista.
Cuatro
años más tarde, en 1890, comienzan a exponer en la galería Le barc de
Boutteville donde Ignacio Zuloaga presenta algunas de sus obras. A
partir de ahí nuestro pintor eibarrés acude con ellos puntualmente a las
exposiciones que cada año se van sucediendo en ésta sala y cultivará su
amistad, en especial con Bernard, del que hablaremos en la siguiente
entrada.
De Serusier todos seguramente conocereis su famosa obra el Talismán, llamado realmente Paisaje del Bois d’Amour, obra
para muchos nacida de la inspiración del propio Gauguin a quién, como
tantos otros reunidos en Pont-Avent, Serusier idolatraba; éste le alentó
a usar el color de forma libre y subjetiva en la interpretación del
paisaje y el resultado fué esta bellísima obra pintada enteramente en la
tapa de una caja de puros y que los Nabis acogerían como su talismán
artístico.
Creo que es necesario que veais algunas de sus obras
de entre 1888, fecha del Talismán y los primeros años del siguiente
siglo, para apreciar la fuerte influencia de su declarado maestro
Gauguin pero también la de los consabidos okiyo-e japoneses por todos valorados e imitados desde hacía años.
La
obra que estamos viendo es ya del año 1913 y representa un bellísimo
bodegón nabi, de armonías verdosas perfectas, con éste color presente en
todos los tonos empleados exceptuando solo algunas pinceladas del
complementario rojo oscuro. Si quereis ver ésta obra muy ampliada,
acudid al enlace que nos ha proporcionado el Museo de Bellas Artes de Bilbao, propietario del cuadro.
Zuloaga vivió toda su vida en París, aunque ni mucho menos de una
forma continuada, iendo y viniendo con frecuencia a España y alternando
con viajes a otros países. Aunque abandona esta capital para trasladarse
a Zumaya tras la ocupación alemana durante la Primera Gran Guerra,
retorna a la primavera siguiente y no vuelve a nuestra nación hasta
1917.
Así, tuvo ocasión de tratar a casi todos los artístas de
vanguardia del momento y a trabar amistad con algunos, españoles y
franceses. Queramos o no queramos, la variedad alimenta siempre la
riqueza en todos los órdenes de la vida, desde la composición y vida
social de los pueblos hasta las obras que puedan salir de las manos del
artista, del escritor y hasta, del más excelso de todos, el poeta. Sin
mezcla la inspiración corre el riesgo de anquilosarse, encallecer y
atrofiarse en una rueda monótona y aburrida. Zuloaga en París, desde su
arribada a esta capital, no perdió ni mucho menos el tiempo, recibiendo
influencias de unos y de otros que inmediatamente se empezaron a
reflejar en sus obras.
Coincidía por las noches en la
Academia La Palette con un grupo de pintores catalanes entre los que se
encontraba Santiago Rusiñol. El centro lo dirigían Gervex, autor de la
famosísima obra Rolla
de 1878, obra rechazada por el Salón de París de ese mismo año por
"indecente", según se expuso por lo insinuantes que podían parecer al
espectador las ropas esparcidas en desorden al pié de la cama que ocupa
una mujer desnuda contemplada por su amante, Eugène Carrière y Pierre Puvis de Chavannes a quién admiraba. Con Carriere contrairía una gran amistad.
Sin embargo fué otro personaje quién tuvo más trascencencia ,
desde su incorporación a esta Academia en 1891, en la relación de nuestro
pintor con el grupo de pintores destacados del París de aquellos años.
Nos referimos a Maxime Pierre Jules Dethomas,
pintor, grabador, ilustrador y diseñador teatral y futuro director
artístico de la Opera de París, de familia perteneciente a la alta
burguesía de Burdeos que contaba entre sus ascendientes con lo mas
selecto de la política, la banca y el arte. A través de él Zuloaga
entraría en contacto con Toulouse Lautrec, amigo íntimo de Maxime desde
su primer encuentro en la librería Revue Indépendante, y de ahí con los
impresionistas, Manet, Degas y todos los demás.
Su
amistad con él y con la familia Dethomas fué en aumento hasta el punto
de ser invitado a pasar una temporada en sus posesiones de Burdeos. Allí
Zuloaga formaría una piña con sus hermanas y en especial con su
hermanastra Valentine, con la que finalmente se casaría en 1899,
y a la que vemos en éste cuadro teñido de simbolismo cuando contaba
con venticuatro años de edad. En adelante esta jóven se convertiría en
el eje espiritual y artístico del pintor. No en vano era ya una
influyente mujer que mantenía una intensa relación con medio París,
Marcel Proust, Debussy, Falla, Manet, Lautrec, Gauguin, Degas, Ravel y
Rodin entre otros.
El
cuadro que estamos viendo, de grandes dimensiones, 2 x 1.2 mts, es,
para mi gusto, de lo mejor de la exposición, con influencias claramente
simbolistas como ya hemos anteriormente apuntado, pero dentro del estilo
frío y de ambiente lúgrube pero intenso que Zuloaga nunca abandonó. El
detalle del arbol retorcido por el viento detrás de Valentine acentúa
paradógicamente su serenidad y majestuosidad y refuerza las brillantes
facciones del rostro de la jóven, rostro que os pediría ampliarais en
pestaña aparte para apreciar la sencillez y precisión de sus pinceladas,
curvas estas en consonancia con las del resto de la obra. Por otro lado
hay que mencionar la parquedad y, al mismo tiempo, intensidad del negro
de la vestimenta; un solo color, liso total, sin adornos ni pliegues,
configura todo un modelo bellísimo, recordando otra vez por su
prestancia al gran Velázquez.
Si se puede hablar de optimismo y alegría de vivir en toda una
sociedad como la europea ó, más extensivamente, en todos los países ya
industrializados, los años de finales del siglo XIX y de la primera
década del XX vienen marcados por esta manifestación consecuencia de un
creciente bienestar económico y una gran euforia derivada de los
numerosos adelantos técnicos qué, aún teniendo sus raíces muchos lustros
atrás, empezaban a dar auténticos y palpables frutos de forma, por fín,
extensiva, no solo en las clases pudientes sino en la cada vez más
numerosa burguesía y clases medias establecidas en los grandes núcleos
de población.
El uso de la electricidad como fuente de energía e
iluminación, la salida a la venta de los primeros automóviles con motor
de combustión interna en 1885, cuando ya las locomotoras a vapor
recorrían muchos kilómetros por toda Europa tras la inaguración de la
línea Liverpool - Manchester en 1826, los avances en el desarraigo de
enfermedades gracias a las vacunas, la conservación y transporte de
alimentos con garantías, la mayor difusión de información impresa en
forma de periódicos y revistas y finalmente el uso, aunque todavía
limitado, del agua corriente en viviendas, son algunos avances que
afectaron a nuestros parientes lejanos de finales de este siglo XIX
complicado y socialmente inestable.
La moda en el vestir
seguía su curso, siempre evolucionó a buén ritmo, pero en estos años,
especialmente la femenina se hace visualmente mucho más alegre,
optimista y liberada. Tienden a desaparecer los apretados corsés y otras
formas molestas de realzar la figura, el avance también en la
manufactura de los tejidos prodiga prendas mas ligeras, cómodas y
funcionales, y el colorido y el uso de complementos se generaliza.
Entre
estos complementos el sombrero es prenda imprescincible e importante y
su uso se hace extensivo tanto en las damas de toda condición como en
los caballeros. Zuloaga se vió inmerso en aquel París exuberante de vida
y alegría y en la obra que vemos del año 1906 cultiva con delicadeza el
detalle en el vestir y especialmente en la belleza de los sombreros.
Aunque suele insistir en la mantilla española a la hora de llevar a cabo
muchos de los retratos que le fueron encargados a lo largo de su vida,
es en las obras de estos años donde más utiliza esta otra prenda para
realzar la belleza femenina.
Así, nos sorprende con uno negro e indefinido pero lleno de sensualidad y movimiento en la Carta de 1898, vuelve a emplear esta clase de tocado en Parisienses
dos años después adornando dos elegantes damas, en el que una de ellas
casi con seguridad es la misma modelo que aparece en esta de la tía
Luisa, comprobarlo. Del año 1907 traemos españolas y una inglesa en el balcón,
la inglesa la de la derecha por el color mucho más pálido de su piel y
luciendo un sombrero contagiado de los tonos oscuros y fríos de la obra.
En fín, como Zuloaga hubo pocos con la facilidad y elegancia con la que
"tocaba" las cabezas de sus modelos; ver tambien Retrato de actriz, 1909, Señora de Patino, ó retrato de Annie Bourdin.