el Renacimiento, y en concreto el Renacimiento en los Estados italianos, a la mayoría de las personas nos evoca inmediatamente una serie de nombres, Miguel Angel, Rafael, Leonardo, Botticelli, ......, todos nombres de hombres ilustres; pocas veces alguien nos dará el nombre de una mujer. Sin embargo debió haberlas de gran talento pero muy pocas tuvieron la oportunidad de poderlo desarrollar. Las que lo consiguieron gozaron en casi todos los casos, dadas sus circunstancias personales, de una ventaja previa: nacer de padre artista que supliera a las Academias de Arte donde les estaba vetado su ingreso. A su vez, si las influencias y recursos familiares eran suficientes, podrían seguir su formación con otro artista, y, siempre a su vera, podrían no salir nunca de su taller ó independizarse finalmente. Abiertas al mundo artístico al fín, si contrajesen nupcias y tuvieran casa e hijos que atender, su carrera sería lenta y posiblemente acabaría agostándose.
No es afortunadamente el caso de la autora de esta obra que ahora vemos. Sí, su padre fué un pintor manierista, Próspero Fontana, casi siempre retratista, bién situado, y con el qué, desde muy jóven, Lavinia aprendió todo lo que necesitaba para destacar en el mundillo artístico de Bolonia, su ciudad natal. Gracias a ello y a las amistades de su progenitor, también tuvo la suerte de conocer y relacionarse con figuras ya destacadas de ese ámbito, como el mismísimo Veronés y más tarde con la ya consagrada pintora Sofonisba Anguissola. Además, su padre no estaba muy bién de salud y necesitaba que su propia hija, imperativamente, ayudara a mantener el taller, esto es, la economía familiar, a buén nivel. Contrajo nupcias sin embargo pero, en lugar de convertirse en una circunstancia negativa, facilitó, ó al menos no constituyó ningún estorbo, pués su matrimonio con el también pintor Giovan Paolo Zappi, de familia rica, se llevó a cabo bajo una condición impuesta por la propia novia: que pudiera dedicarse plenamente a la pintura. Aceptada por este, no solo siempre la cumplió sino que además parte de su trabajo como pintor lo volcó en los cuadros de su esposa; un caso verdaderamente insólito para la mentalidad de la época. Contaba entonces con 25 años.
Lavinia puede ser considerada como la primera mujer con estudio propio y capaz de conseguir un gran éxito profesional fuera de la Corte, ello sin dejar de atender a su propia familia, una gran familia de 11 hijos, aunque solo la sobrevivieron ocho. Además fué de las primeras en tratar el desnudo femenino, !vaya desfachatez en una mujer! y en recibir encargos públicos.
Muchos de los encargos fueron retratos de personas de la clase alta boloñesa, pero, coincidiendo con el jubileo del año 1600, el cardenal Gilomano Bernerio le encargo algunos trabajos, quién , plenamente satisfecho, la invitó a trasladarse a Roma como retratista de la Santa Sede. Allí su éxito fue completo recibiendo encargos de todas los altos estamentos sociales, amén de trabajos en iglesias y capillas . En la Ciudad Eterna pasaría los últimos 11 años de su vida, quizá los más prolíficos.
La obra que vemos ahora, de tema muy frecuente entre los pintores de esa época, ya hemos visto anteriormente la de Artemisia Gentileschi, Judith y su criada, lo llevó a cabo ese mismo año de 1600. En ella la pintora hace alarde de su gran habilidad y delicadeza en el aderezo femenino, tanto de joyas como de vestiduras.
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