viernes, 11 de mayo de 2018
john singer sargent- retrato de madame allovard-jovan 1884
John Singer Sargent, con ese nombe y con esos apellidos, fué un pintor florentino. Sus padres, él de Gloucester, Massachusetts y ella de Phyladelphia, se embarcaron en un largo viaje por Europa en busca de consuelo tras la inesperada muerte del primero de sus hijos y acabaron afincándose en nuestro viejo continente. Su jóven valor, John, qué a sus 11 años ya hablaba con fluidez el francés y el italiano y se defendía bastante bién en alemán, empezó estudiando muy jóven en la Academia de Bellas Artes de la ciudad de Florecia y acabó sus días glorificado y triunfante en la Inglaterra de entreguerras.
Con tan solo 18 marchó con su padre a París permaneciendo bajo su influjo mágico hasta los 30. Allí, bajo la enseñanza del todavía joven maestro Carolus-Duran, se hizo pintor excelso y portentoso retratista. Singer Sargent le debe a éste su pasión por la pintura de Velázquez y su contribución al desarrollo del retrato moderno. Todavía más jóven, un Ramón Casas de tan solo 15 años, acudió también a la academia de Carolus-Durán y transmitió sus avanzadas ideas progresistas y hasta anarquistas a su condiscípulo florentino, ideas qué de ningún modo debían parecer extrañas en aquél ambiente antiacademicista donde se hacía hincapié en la práctica de la pintura alla prima, forma de pintar que tanto gustaba a pintores como Velázquez ó Goya: la aplicación directa, espontánea y simúltánea de las pincelas sobre el lienzo prescindiendo del método académico de extensión de capas sucesivas que han de secar antes de dar las siguientes.
Tres años después de su llegada a la capital del Sena estaba en condiciones de exponer en el Salón, donde al año siguiente obtuvo una mención honorable por su magnífica obra Fishings for oysters at Cancale que podeis admirar en la Galería de Arte Corcoran de Washington y a partir de ahí comenzaron a lloverle encargos, retratos principalmente de los que os mostramos tres de los primeros, el de Édouard y Marie-Louise Pailleron del año 1881, el que llevó a cabo para Mrs. Henry White en 1883 y el más famoso y encantador de los tres, Las hijas de Edward Darley Boit (1882), que algunos han querido ver directamente emparentado con las Meninas de nuestro Velázquez.
Singer Sargent triunfaba en el París de la Belle Epoque cuando Zuloaga llegó de España para sumarse a la vanguardia de pintores y artistas y, al igual que éste, hizo del retrato uno de los pilares de su desarrollo artístico a la par que le deportaba una ansiada estabilidad económica. La demanda de éste género iba in crescendo a medida que se desarrollaba una clase burguesa pudiente que le otorgaba tanto una cualidad como objeto revelador de un cierto progreso social como de elemento apropiado para una inversión económica rentable. De ahí que todo aquel que quería ser considerado en ésta nueva sociedad tratara por todos los medios de hacerse con un retrato de algún afamado pintor.
En éste orden de cosas, sin embargo, John Singer Sargent no fué nunca requerido por madame Allovar-Jovan, dama originaria de los Estados Unidos y como el pintor expatriada en Francia, para que llevara a cabo el retrato que estamos viendo aunque con una ligera pero fundamental diferencia. El ansiaba pintarla y ofrecérselo y, finalmente aceptado, trasladó sus bártulos al castillo que el matrimonio poseía en la costa bretona y durante el verano de 1883 llevó a cabo su primera versión donde, Virginie Amélie, ese era su verdadero nombre de pila, luciendo el generoso escote que podemos contemplar, dejaba caer hasta medio brazo uno de sus dorados tirantes y ello, unido a su propia popularidad como mujer independiente, rica, al estar casada con una de las grandes fortunas de la época, Pierre Gautreau, y, según las gacetas de sociedad, proclive a los devaneos amorosos, provocó un rechazo de la obra en el Salón de 1884, hasta tal punto de que el artista, aunque subió el tirante tal como vemos, hubo de quedarse con el retrato y, más aún, provocó con seguridad, ante la caída en picado de encargos, su traslado al Reino Unido, donde, afortunadamente y como hemos adelantado al comienzo, prosperó artísticamente hasta convertirse en uno de los mejores retratistas de su generación.
Sargent mantuvo expuesta la pintura en su estudio de Londres, según se cuenta le puso un nuevo nombre, Madame X, y finalmente, en 1916, lo vendió al Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
El retrato destaca por la elegancia que trasmite la dama, tal como debía ser por el poderoso atractivo que al parecer provocaba entre los de su distinguido ambiente social, su sencillez y soltura de ejecución y sin lugar a dudas, por la blacura de su piel, blancura que se procuraba con una mezcla de polvos de arroz y lavanda.
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