sin ninguna intención de menospreciar las magníficas pinturas anteriores, estamos ante una gran obra maestra de Van Dyck qué además está también en el Prado. El pasado domingo , llevado por un lógico e irresistible interés de verla otra vez, ya que como podreis comprobar estoy poniendo entradas de una exposición que tuve ocasión de visitar el pasado mes de enero, la busqué siguiendo los Rubens de la planta principal y ahí estaba, en una de las salas adyacentes, tan impresionante como la había visto nueve meses atrás.
En efecto, se trata de un cuadro de 2,5 metros de anchura por 3,5 de altura y, para mí, el mejor de ésta época de juventud del de Amberes. Una obra por la que el propio Rubens sintió siempre una atracción y reconocimiento especiales, hasta el punto de llevársela a su propia mansión y colocarla encima de la chimenea del salón ,un lugar indudablemente de honor. Al parecer el maestro le regaló a su vez en compensación uno de sus mejores caballos. Tras su muerte el rey de España, Felipe IV la compró por 1200 florines y adornó los salones del Alcázar de Madrid , pasando posteriormente al Palacio del Buén Retiro para acabar finalmente en el Museo del Prado. Es posible que Van Dyck lo pintara a requerimiento del propio Rubens, quiero decir como un encargo para su propiedad. Viendo la obra podeis comprender la gran satisfación de Rubens por el resultado del mismo y su interés en disfrutar de ella a diario en su propia casa.
Es, desde luego, un prodigio de composición, perfectamente equilibrada en los volúmenes de los personajes y en el color y clarísimamente definida: dos zonas, prácticamente las dos mitades del cuadro, la superior en la oscuridad de una noche trágica y amenazante y la inferior iluminada por la sola luz de una antorcha que se alza en dirección contraria al resto de picas, lanzas y personajes, detalle que favorece el equilibrio. Solo la figura de Cristo, en el mismo extremo de la turba, se mantiene serena, erguida y vertical, y para ello la representa con los dos pies en una disposición adecuada a esta posición tan firme. Por otro lado todos sus acompañantes están subordinados a este pilar vertical del Mesías como las caras de una pirámide con relación a su vértice superior : la inclinación de sus rostros , la dirección de sus miradas, el movimiento de sus brazos y en definitiva su propia actitud de abalanzamiento hacia su codiciada y odiada presa. Ellos constituyen, en mi opinión, lo Rubens de la obra y con el Nazareno aparece con fuerza y personalidad Van Dyck.
Algo tiene este Nazareno que embellece toda la obra y suscita en el espectador el presentimiento de algo superior y divino, algo no terrenal, de otra dimensión, un recuerdo sutil de nuestro propio origen, de nuestra misteriosa procedencia. El resto de la escena es mundano y corriente, la representación clara de nuestra propia condición actual. Aquí Jesús dice con su serena actitud : hay algo más en vuestro destino y en vuestro pasado anterior. La mirada que dirige a Judas, qué indudablemente está acompañada de ese contacto delicadísimo de sus manos, es toda una lección magistral de lo que es posible representar con los pinceles cuando se tiene el genio de este pintor de tan solo ventiún años : nada menos que la relación del hombre con la Divinidad que lo creó y , sobre todo, amó.
Además la escena es un prodigio de movimiento y cumple una vez más con la intención efectista del empeño Contrareformista. En definitiva, no os la perdais si vais por el Prado. Os encantará.
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