En el mismo día del año 1609, Van Balen, deán del gremio de San Lucas, en Amberes, inscribió en su libro de entradas a dos jovencísimos muchachos, Jooys Soeterman, pupilo del pintor Gilliam de Vos, y a Anthony Van Dyck, a su vez alumno del propio Van Balen, gran amigo del maestro Rubens y también de la familia Brueghel, a la que, por cierto, pertenecía Jan, tan solo dos años mayor que Anthony, y con quién coincidió en el taller de Van Balen, y, seis años después, compartió estudio en el mismo Amberes. Bueno, esto es historia antigua en la vida del pintor pero entrelaza los hechos y las coincidencias, algunas no tanto, preparando un poco el encuentro de Rubens con Anthony, acontecimiento ya nada difícil en cuanto comenzó su relación maestro-alumno con Van Balen, y sobre todo da una idea del ambiente artístico en que ,desde muy temprana edad, se movió Van Dyck. Empezando por su propia madre, artista también, gracias a cuya constante fé en las dotes artísticas de su hijo éste acabó siendo discípulo de Balen, y siguiendo por el elevado ambiente artístico que por todas partes se respiraba en la Amberes de aquellos años de principios de siglo.
Pero volvamos otra vez al pequeño lapso de tiempo en el que nos estamos moviendo en toda ésta presentación, 1617-1620, fecundísimo en la vida del pintor y de gran experimentación tanto detrás como delante de su propio maestro Rubens.
Esta obra, muy repetida por numerosos pintores, pertenece al Museo de Prado, y, para mi gusto, vuelve a demostar una vez más el grado de exquisita habilidad que Van Dyck había desarrolado ya en la ejecución de los tejidos : en efecto, fijaos en los vestidos que adornan a la santa, especialmente su camisa, de una textura delicada, suelta y donde sus ingrávidos pliegues le dan una caída asombrosamente natural y relajada. Por otro lado, la serenidad de los rostros de todos los personajes establece ya una clara diferencia con los que normalmente se ven en las escenas de su genial maestro.
La escena representa a la joven Catalina, como hemos dicho magníficamente ataviada como correspondía a su alta alcurnia, recibiendo de Jesús Niño el anillo de desposada. Dicho así parece un tratamiento excesivo, pero hay que saber toda la historia : al parecer la muchacha tuvo en sueños la aparición del Niño en brazos de su Madre pero su encuentro no fué definitivamente agradable y tuvo la sensación de ser rechazada. Ella lo interpretó como una invitación a profundizar en la fé cristiana y sin pensárselo marchó al desierto con un ermitaño para que la instruyera. En una posterior aparición, a su vuelta, el Niño la desposó colocándola el anillo que vemos en su dedo. Catalina sería martirizada bajo el emperador Magencio, en una rueda de tortura al que se la habían añadido unas cuchillas tras ser flagelada por negarse a adorar a ídolos paganos, y posteriormente moriría decapitada. La espada que aparece en esta obra, y en la mayoría de obras del mismo tema, representa el arma del martirio. El capitel corintio que pinta Van Dyck en el ángulo inferior izquierdo parece que tiene relación con su propio nombre, Catalina, que en latín viene a ser ruina, al considerar que la santa destruyó todo lo que el diablo quería construir.
El cuadro lo tuvo en su dormitorio Isabel de Farnesio, segunda esposa de Felipe V y posteriormente lo disfrutarían todos los sucesivos borbones y sus esposas en los palacios de la Granja y Aranjuez. Hoy tenemos la suerte de poderlo admirar en nuestro museo del Prado.
Traemos un boceto previo a este cuadro, existente en la Galería Nacional de Arte de Washington y una obra del mismo tema de Rubens del año 1630.
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